Capítulo 9

La novena noche

 

Robert soñaba que soñaba. Ya se había acostumbrado. Siempre que en los sueños le ocurría algo desagradable, por ejemplo encontrarse con un pie encima de una piedra resbaladiza en medio de un río de fuerte corriente y no poder avanzar ni retroceder, pensaba con rapidez: Espantoso, pero no es más que un sueño.

Pero luego cogió la gripe, y cuando tuvo que quedarse todo el día en la cama con fiebre ese truco no le sirvió de mucho, porque Robert sabía muy bien que los sueños que da la fiebre son los peores. Se acordaba de que, una vez que había estado enfermo, había ido a parar a una erupción volcánica. Montañas que escupían fuego lo habían disparado hacia el cielo, y había estado a punto de caer lentamente, con espantosa lentitud, desde allí arriba al centro de las fauces del volcán... Prefería no pensar en ello. Por eso intentaba mantenerse despierto, aunque su madre siempre decía:

-Lo mejor es que duermas y sudes la gripe. ¡No leas tanto! No es sano.

Tras haberse leído aproximadamente doce tebeos, estaba tan cansado que se le cerraban los ojos.

Pero lo que soñó entonces fue extrañísimo. Soñó que tenía gripe y estaba en la cama, y a su lado estaba sentado el diablo de los números.

Ahí está el vaso de agua en la mesita, pensó. Ardo. Tengo fiebre. Creo que ni siquiera me he dormido.

-¿Ah, sí? -dijo el anciano-. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Estás soñando conmigo, o estoy realmente aquí?

-Tampoco lo sé -dijo Robert.

-Es igual. En cualquier caso, quería hacerte una visita porque estás enfermo. Y cuando se está enfermo hay que quedarse en casa, y no hacer excursiones al desierto o contar liebres en campos de patatas. Así que pensé: Vamos a pasar una vela-da tranquila, sin grandes trucos. Para no aburrir-nos, he hecho venir a unos cuantos números. Ya sabes que no puedo vivir sin ellos. Pero no te preocupes, son enteramente inofensivos.

-Eso dices siempre -dijo Robert.

Llamaron a la puerta, y el diablo de los números gritó: ¡Adelante! Enseguida entraron desfilan-do, y de tal manera, todos a una, que el dormitorio de Robert estuvo hasta los topes en un abrir y cerrar de ojos. Le asombró cuánta gente cabía entre la puerta y la cama. Los números pasaban ante él como ciclistas de competición o corredores de maratón, porque todos llevaban sus números en camisetas blancas. El cuarto era bastante pequeño, pero cuantos más números se apretujaban más largo parecía. La puerta se fue alejando cada vez más, hasta que apenas fue posible distinguirla al final de un recto pasillo.

Los números anduvieron por ahí riendo y charlando, hasta que el diablo de los números gritó como un sargento:

-¡Atención! ¡A formar!

Enseguida se pusieron en una larga fila, con la espalda contra la pared, el uno primero y todos los demás junto a él.

-¿Dónde está el cero? -preguntó Robert.

-¡El cero, un paso al frente! -rugió el diablo de los números.

Se había escondido debajo de la cama. Salió arrastrándose y dijo con timidez:

-Pensaba que no me necesitarían. ¡Me siento tan mal!, creo que he cogido la gripe. Ruego humildemente que se me conceda un permiso por enfermedad.

-¡Fuera! -gritó el anciano, y el cero volvió a meterse a rastras bajo la cama de Robert.

»Bueno, es algo especial, este cero. Siempre quiere figurar. Pero los otros... ¿te has dado cuenta de lo obedientes que son?

 

 

Miró complacido a los números normales, ordenados en fila:

-¡Segunda fila, a formar! -gritó, y enseguida afluyeron nuevos números, armando gran tumulto y alboroto, hasta que al fin estuvieron en el orden correcto:

 

 

Estaban justo delante de los otros en la habitación ‑ si es que aún podía llamársele habitación, porque entre tanto se había convertido en un tubo de longitud imprevisible-, y todos llevaban camiseta roja.

-Ajá -dijo Robert-. Estos son los impares.

-Sí, pero adivina cuántos son, comparados con los de camiseta blanca que están alineados contra la pared.

-Está claro -dijo Robert-. Uno de cada dos números es impar. Así que hay la mitad de rojos que de blancos.

-¿Crees entonces que hay el doble de números normales que de impares?

-Claro.

El diablo de los números rió, pero no fue una risa amable, a Robert casi le pareció sarcástica.

-Me veo obligado a decepcionarte, querido -dijo el anciano-. Hay exactamente el mismo número de cada clase.

-Eso no puede ser -exclamó Robert-. Todos los números no pueden ser exactamente el mismo número que la mitad de ellos. ¡Eso es absurdo!

-Atiende, te lo demostraré.

Se volvió hacia los números y rugió:

-¡Primera y segunda fila, estrecharse las manos!

-¿Por qué les gritas de esa manera? -dijo Robert enfadado-. Esto parece el patio de un cuartel. ¿No podrías ser un poquito más cortés con ellos?

Pero su protesta se esfumó, porque cada uno de los blancos había dado la mano a uno de los rojos, y de pronto estaban por parejas, como soldados de plomo:

 

 

-¿Ves? Para cada número corriente desde el uno hasta allá fuera hay un número impar, también desde el uno hasta allá fuera. ¿O puedes enseñar-me un solo rojo que se haya quedado sin pareja blanca? Así que hay infinitos números normales, y el mismo número de impares. Es decir, infinitos.

Robert reflexionó un rato.

-¿Significa eso que si divido infinito entre dos me sale dos veces infinito? ¡Entonces el todo sería igual de grande que su mitad!

-Sin duda -dijo el diablo de los números-. Y no sólo eso.

Sacó un silbato del bolsillo y silbó.

Enseguida, del fondo de la infinita habitación salió una nueva columna. Esta vez llevaban camisetas verdes, y estuvieron yendo de un lado para otro hasta que el viejo maestro gritó:

-¡Tercera fila, a formar!

No pasó mucho tiempo antes de que los verdes se pusieran en perfecto orden delante de los rojos y los blancos:

 

 

-Ésos son los números de primera -constató Robert.

El anciano se limitó a asentir. Luego volvió a tocar su silbato, cuatro veces seguidas. En el cuarto de Robert se desencadenó un verdadero infierno. ¡Una pesadilla! ¡Quién hubiera pensado que en un solo cuarto, aunque entre tanto se hubiera hecho tan largo como el camino de un cohete a la Luna, tuviera sitio tan espantosa cantidad de números! Ya casi no se podía respirar. Robert se sentía como si su cabeza se hubiera convertido en una ardiente bombilla.

-¡Basta! -gritó-. No puedo más.

-No es más que tu gripe -dijo el diablo de los números-. Seguro que mañana vuelves a estar mejor.

Luego, siguió dando órdenes:

-¡Todos aquí! ¡Las filas cuatro, cinco, seis y siete, a formar! ¡Aprisa, por favor!

 

« ¡Adelante!», gritó el diablo de los números. Enseguida los números entraron desfilando, de tal modo que en un abrir y cerrar de ojos el dormitorio de Robert estuvo lleno hasta los topes.

 

Robert abrió los ojos, que ya se le estaban cerrando, y vio siete clases distintas de números, con camisetas blancas, rojas, verdes, azules, amarillas, negras y rosas, correctamente ordenadas unas tras otras, en pie en su infinitamente alarga-do dormitorio:

 

 

Ya casi no pudo leer los últimos números sobre las camisetas rosas, porque eran tan largos que apenas cabían en el pecho de quienes los llevaban.

-Crecen a una velocidad terrorífica -dijo Robert-. No puedo seguirlos.

-¡Pum! -dijo el anciano-. Los números con exclamaciones.

 

 

»Etcétera. Esto va más deprisa de lo que crees.

Pero ¿qué pasa con los otros? ¿Los conoces?

-A los rojos ya los teníamos, son los impares, y los verdes son los números de primera. Los azules... no sé, pero también me resultan familiares.

-¡Piensa en las liebres!

-Ah, sí. Son los Bonatschi. Y probablemente los amarillos sean los triangulares.

-No está mal, mi querido Robert. Con gripe o sin gripe, estás haciendo progresos como aprendiz de brujo.

-Bueno, y los negros no son más que números saltarines. 22, 23, 24, etcétera.

-Y hay el mismo número de cada clase -dijo el diablo de los números.

-Infinitos -suspiró Robert-. Eso es lo terrible. Qué multitud.

-Filas uno a siete, ¡rompan filas! -rugió el anciano maestro.

Y se puso en marcha un nuevo arrastrar y apretujar y empujar y patear y desplazar. Sólo cuando todos los números volvieron a estar fuera se produjo un delicioso silencio, y el cuarto de Robert volvió a ser pequeño y a estar vacío, como había estado antes.

-Ahora es cuando necesito un vaso de agua y una aspirina -dijo Robert.

-Y descansa bien, para poder volver a tenerte en pie mañana.

El diablo de los números le tapó incluso.

-Sólo tienes que mantener los ojos abiertos -dijo-. El resto te lo escribiré en el techo.

-¿Qué resto?

-Oh -dijo el anciano, que ya volvía a agitar su bastón, hemos expulsado a las filas porque arman demasiado alboroto y meten demasiada suciedad en la habitación. Ahora les toca el turno a las series.

-¿Series? ¿Qué clase de series?

-Bueeeno -dijo el diablo de los números-, los números no siempre forman como soldados de plomo. ¿Qué pasa cuando se unen? Quiero decir, cuando se les suma.

-No entiendo -gimió Robert.

Pero el anciano ya había escrito la primera serie en el techo de la habitación.

 

«Ahora necesito un vaso de agua y una aspirina», dijo Robert. Pero el anciano ya estaba agitando otra vez su bastón.

 

-¿No has dicho que debo descansar? -preguntó Robert.

-No te pongas así. Sólo tienes que leer lo que pone:

 

 

-¡Son quebrados! -exclamó indignado Robert-. ¡Al diablo con ellos!

-Perdona, pero la verdad es que son muy sencillos. ¿No te lo parece a ti?

-Un medio -leyó Robert- más un cuarto más un octavo más un dieciseisavo, etcétera. Arriba hay siempre un uno, y abajo están los números saltarines de la serie del dos, los de la camiseta negra: 2, 4, 8, 16... Ya sabemos cómo sigue.

-Sí, pero ¿qué sale si sumamos todos esos quebrados?

-No lo sé -repuso Robert-. Como la serie no termina nunca, probablemente salga una cantidad infinita. Pero por otra parte 1/4 es menos que 1/2, 1/8 es menos que 1/4, etcétera... así que lo que añado es cada vez más pequeño.

Las cifras desaparecieron del techo. Robert se quedó mirando fijamente hacia arriba y no vio más que una larga raya:

 

 

-¡Ajá! -dijo al cabo de un rato-. Creo que comprendo. Empieza con 1/2. Luego sumo la mitad de 1/2, es decir 1/4.

Y lo que decía apareció en el techo del cuarto, negro sobre blanco:

 

 

-Luego, sencillamente, sigo adelante, añadiendo siempre una mitad. La mitad de 1/4 es 1/8, la mitad de 1/8 es 1/16, etcétera. Los quebrados que se añaden son cada vez más pequeños, hasta que son tan diminutos que ya no puedo verlos, de forma parecida a como sucedió aquella vez con el chicle compartido.

 

 

-Y puedo seguir así hasta que me salgan canas verdes. Así llegaré casi hasta el uno, pero nunca del todo.

-Sí puedes llegar. Sólo tienes que seguir hasta el infinito.

-Eso no me apetece. Al fin y al cabo estoy en cama con gripe.

-Aun así -dijo el anciano-, ahora sabes cómo sigue y qué sale. Porque tú puedes cansarte, pero los números nunca.

Arriba en el techo la raya desapareció, y se pudo leer:

 

 

-¡Fantástico! -exclamó el diablo de los números-. ¡Magnífico! ¡Pero ahora sigue!

-Estoy cansado. ¡Tengo que dormir!

-Pero ¿qué es lo que quieres? -preguntó el anciano-. Ya estás durmiendo. Al fin y al cabo estás soñando conmigo, y sólo se puede soñar cuando se duerme.

Robert tuvo que aceptar que era cierto, aunque poco a poco tenía la sensación de tener agujetas en el cerebro.

-Está bien -dijo-, una más de tus locas ideas, pero luego quiero descansar.

El diablo de los números alzó su bastoncillo y chasqueó los dedos. En el techo volvieron a aparecer unos cuantos números:

 

 

-Exactamente lo mismo que antes -exclamó Robert-. También puedo alargar esta serie hasta cuando quiera. Cada nuevo número será menor que el anterior. Probablemente vuelva a salir uno.

-¿Tú crees? Entonces, miremos la cosa con un poquito más de atención. Cogeremos los dos primeros números.

Ahora, en el techo tan sólo estaban los dos primeros miembros de la serie:

 

 

-¿Cuánto es esto?

-No lo sé -murmuró Robert.

-No te hagas más tonto de lo que eres -renegó el diablo de los números-. ¿Qué es más: la mitad o un tercio?

-La mitad, naturalmente -gritó enfadado Robert-. ¿Me tomas por estúpido?

-No, querido. Pero haz el favor de decirme sólo una cosa: ¿qué es más, un tercio o un cuarto?

-Naturalmente un tercio.

-Bueno. Tenemos dos quebrados, de los que cada uno es más que un cuarto, ¿y qué son dos cuartos?

-Qué pregunta más tonta, dos cuartos son la mitad.

-¿Lo ves? Así que

 

 

»Y si ahora cogemos los próximos cuatro miembros de la serie y los sumamos, vuelve a salir más de la mitad:

 

 

-Eso es demasiado complicado para mí -rezongó Robert.

-¡Tonterías! -gritó el diablo de los números-. ¿Qué es más: un cuarto o un octavo?

-Un cuarto.

-¿Qué es más: un quinto o un octavo?

-Un quinto.

-Correcto. Y con el sexto y el séptimo pasa igual. De los cuatro quebrados

 

 

cada uno de ellos es más que un octavo. ¿Y qué son cuatro octavos?

A regañadientes, Robert respondió:

-Cuatro octavos son exactamente 1/2.

-Magnífico. Ahora tenemos

 

 

»Y así sigue. Hasta el infinito. Verás que ya los seis primeros miembros de esta serie dan más de 1 si se les suma. Y así podríamos seguir cuanto quisiéramos.

-Por favor, no -dijo Robert.

-Y si siguiéramos (no te preocupes, no vamos a hacerlo), ¿adónde iríamos a parar?

-Probablemente al infinito -dijo Robert-. ¡Es una cosa endemoniada!

-Sólo que llevaría bastante tiempo -explicó el diablo de los números.

»Hasta haber llegado al primer millar, y aunque calculáramos a enorme velocidad, creo que necesitaríamos hasta el fin del mundo. Así de lento aumenta la serie.

-Entonces dejémoslo -dijo Robert.

-Entonces dejémoslo.

La escritura del techo se borró muy lentamente, el viejo maestro desapareció sin ruido, el tiempo pasó. Robert despertó porque el sol le hacía cosquillas en la nariz. Cuando su madre le tocó la frente y dijo « ¡Gracias a Dios, la fiebre ha remitido!», ya había olvidado lo fácil que podía ser deslizarse del uno al infinito.