Capítulo 11

La undécima noche

Ya casi había oscurecido. Robert corría por el centro de la ciudad, por calles y plazas desconocidas. Corría tan rápido como podía, porque el señor Bockel andaba tras él. A veces, el perseguidor estaba tan cerca que Robert le oía jadear a sus espaldas. « ¡Alto!», gritaba el señor Bockel, y Robert tenía que acelerar para escapar. No tenía ni idea de lo que ese tipo quería de él, ni de por qué escapaba. Solamente pensaba: Nunca me cogerá. ¡Está mucho más gordo que yo!

Pero cuando llegó a la siguiente esquina, vio a un segundo señor Bockel precipitándose sobre él desde la izquierda. Pasó corriendo el cruce, aun-que el semáforo estaba en rojo, y entonces escuchó varias voces que gritaban a sus espaldas: « ¡Robert, para! Solamente queremos sacar lo mejor de ti mismo».

Ahora eran tres o cuatro los Bockel que le pisaban los talones. De las calles laterales salían más y más profesores, que se parecían a su perseguidor como un huevo a otro huevo. Incluso desde delante de él salían a su encuentro.

Robert pidió auxilio.

Una mano huesuda le agarró y lo arrastró des-de la calle a un pasaje de cristal. ¡Gracias a Dios!

Era el diablo de los números, que le susurraba:

-¡Ven! Conozco un ascensor privado que lleva al último piso.

El ascensor tenía espejos en las cuatro paredes, así que Robert se encontró frente a un infinito re-baño de diablos de los números y de chicos que eran copias exactas de Robert. ¡Esto me pasa por dedicarme a las cantidades infinitas!, pensó.

Sea como fuere, las voces de Bockel que se oían en la calle habían enmudecido. Pronto, Robert y el diablo de los números habían alcanzado el piso cincuenta. La puerta del ascensor se abrió sin ruido, y salieron a una espléndida azotea ajardinada.

-Esto ha sido siempre mi sueño -dijo Robert, dejándose caer en un columpio de jardín.

Abajo, en la calle, pudieron ver una reunión de personas que, vistas desde arriba, parecían hormigas.

-No sabía que hubiera tantos señor Bockel en el mundo -dijo Robert.

-Eso no importa. No tienes por qué temerlos

-aseguró el anciano.

-Esas cosas no ocurren más que en sueños

-murmuró Robert-. Si no hubieras llegado a tiempo no habría podido aclarar mis ideas.

-Para eso estoy aquí. Bueno, aquí no nos molestarán. ¿Qué ocurre?

 

«No sabía que hubiera tantísimos señor Bockel en el mundo», dijo Robert. «No tienes por qué tenerles miedo», aseguró el anciano.

 

-Llevo toda la semana, desde la última vez, pensando cómo está relacionado lo que tú me enseñaste. Bueno, tú me contaste un montón de trucos, eso es cierto. Pero yo me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué con esos trucos sale lo que sale? ¿Por ejemplo esa cifra enrevesada? ¿Y el cinco? ¿Por qué se comportan las liebres como si supieran qué es un número de Bonatschi? ¿Por qué no acaban nunca los números irrazonables? ¿Y por qué lo que tú dices cuadra siempre?

-¡Aaah! -dijo el diablo de los números-, ¿es eso? ¿Así que no quieres simplemente jugar con los números? ¿Quieres saber lo que hay detrás? ¿Las reglas del juego? ¿El sentido de todo esto? En una palabra, te planteas las mismas cuestiones que un verdadero matemático.

-¡A mí qué me importan los matemáticos! En el fondo siempre te has limitado a enseñarme algo, pero no lo has demostrado.

-Cierto -dijo el viejo maestro-. Tienes que disculparme, pero pasa una cosa: enseñar algo es fácil y divertido. Intuir algo tampoco está mal. Pro-bar si es cierto lo que intuyes, aún mejor. Ya lo hemos hecho bastantes veces. Pero, por desgracia, todo eso no basta. Se trata de probarlo, incluso tú quieres ahora que te demuestren todo lo posible.

-Sin duda. Porque algunas de las cosas que me has dicho las veo, sin más. Pero otras cosas no en-tiendo cómo son, por qué y por qué así.

-En pocas palabras, estás insatisfecho. Eso es bueno. ¿Crees quizá que un diablo de los números como yo estaría satisfecho con lo que averiguase? ¡Jamás de los jamases! Por eso siempre estamos incubando nuevas pruebas. Es un eterno cavilar, sondear e ir probando. Pero cuando al fin vemos la luz (y eso puede llevar mucho tiempo, en las Matemáticas cien años pasan pronto), nos ale-gramos como niños con zapatos nuevos. Entonces somos felices.

-Exageras. No puede ser tan difícil encontrar las pruebas.

-No te haces idea. Aunque creas que has entendido una cosa, puede ocurrirte que de pronto te frotes los ojos y no tengas más remedio que aceptar que la cosa tiene un pero.

-¿Por ejemplo?

-Probablemente piensas que sabes cómo saltar con los números. Sólo porque no te resulta difícil pasar del 2 al 2 x 2 y del 2 x 2 al 2 x 2 x 2.

-Naturalmente: 21, 22, 23, etcétera. Es muy fácil.

-Sí, pero ¿qué pasa si saltas cero veces? 10, 80 o 1000? ¿Sabes lo que sale? ¿Quieres que te lo diga? Te vas a reír, pero siempre sale uno:

 

 

-¿Cómo es posible? -preguntó perplejo Robert.

-¡Es mejor que no preguntes! Podría demostrártelo, pero creo que te volverías loco si lo hiciera.

-¡Inténtalo! -gritó Robert furioso.

Pero el viejo diablo de los números no perdió la calma.

-¿Has intentado alguna vez -preguntó- atravesar un caudaloso río?

-Ya me lo sé -gritó Robert-. ¡Me lo sé de sobra!

-No puedes nadar, porque la corriente te arrastraría enseguida. Pero en medio del río hay unas piedras grandes. ¿Qué haces entonces?

-Escojo unas piedras que estén tan cerca unas de otras como para poder saltar de una a otra. Si tengo suerte, cruzo. Si no, me quedo donde estaba.

-Exactamente igual ocurre con las pruebas. Pero, como llevamos ya un par de siglos haciendo todos los intentos posibles para cruzar el río, no hace falta que empieces por el principio. Ya hay en el río innumerables piedras en las que puedes con-fiar. Han sido probadas millones de veces. No son resbaladizas, no ceden, así que te garantizan un apoyo firme. Si tienes una idea nueva, una intuición, buscas a tu alrededor la piedra firme más cercana. Si puedes alcanzarla, vas saltando hasta llegar a la orilla. Si tienes cuidado, no te mojarás los pies.

-Ajá -dijo Robert-. Pero ¿dónde está la orilla en los números o en los pentágonos o en los números saltarines? ¿Puedes decírmelo?

-Buena pregunta -dijo el diablo de los números-. La orilla son unos cuántos principios, tan sencillos que no hay otros más sencillos. Cuando vas a parar a ellos, se acabó. Eso se considera una prueba.

-¿Y qué clase de principios son ésos?

-Bueno, por ejemplo, éste: para cada número corriente, da igual que sea 14 o 14 mil millones, hay un número sucesivo y sólo uno, y lo encontrarás sumándole 1. O éste: no se puede dividir un punto, porque no tiene dimensión. O éste: por dos puntos en una superficie plana sólo puedes pasar una línea recta, que será infinita en ambas direcciones.

-Ya veo -dijo Robert-. ¿Y desde esos principios llegas, si sigues dando saltos, hasta esos números enrevesados o hasta los Bonatschi?

-Fácilmente. Y mucho más allá. Sólo que tienes que prestar muchísima atención en cada salto. Exactamente igual que en el río caudaloso. Algunas piedras están demasiado separadas, y entonces no puedes dar un salto hasta la próxima. Si de todas maneras lo intentas, te caes al agua. A menudo sólo avanzas dando rodeos, doblando muchos recodos, y a veces no es posible avanzar. Entonces quizá te surja una idea seductora, pero no puedes demostrar que conduce más adelante. O se demuestra que tu buena idea no era una buena idea. ¿Te acuerdas todavía de lo que te enseñé al principio? ¿De cómo se pueden crear todos los números a partir del uno?

 

«Tienes que prestar muchísima atención en cada salto. Las piedras están demasiado separadas. Si saltas caerás al agua», dijo el anciano maestro.

 

 

Etcétera. Tenía toda la pinta de que se pudiera seguir siempre así.

-Sí, y tú te pusiste bastante furioso cuando afirmé que algo olía a podrido en ese asunto. Bueno, aunque sólo lo dije por enfadarte, porque en realidad no tenía ni idea.

 

 

-Con todo y con eso, tuviste un buen olfato. Después seguí calculando, y la verdad es que al llegar a me caí al agua. De pronto no salía más que una ensalada de números. ¿Entiendes? El truco tenía buen aspecto y funcionaba bien, pero al final todo eso no sirve de nada si no tienes la prueba.

 

 

»Ya ves que ni siquiera un astuto diablo de los números está a salvo de un resbalón. Me acuerdo de uno, se llamaba Johnny de Luna, que tuvo una idea magnífica. La escribió en una fórmula de la que pensaba que siempre se cumpliría. El muy loco la probó mil quinientos millones de veces, y siempre cuadraba. Casi se mató a calcular con su gigantesco ordenador, con mucha, mucha más exactitud que nosotros con nuestro enrevesado número 1,618... Y, naturalmente, quedó convencido de que siempre ocurría así. Así que el bueno de Johnny descansó satisfecho.

»Pero no pasó mucho tiempo antes de que llegara otro diablo de los números, no recuerdo su nombre, que calculó aún más y con más precisión, ¿y qué salió? Que Johnny de Luna se había equivocado. Su maravillosa fórmula cuadraba casi siempre, pero no siempre. ¡Casi, pero no del todo! Bueno, el pobre diablo tuvo mala suerte. En aquella ocasión se trataba de los números de primera. Tienen tela, te lo aseguro. Y lo de las pruebas es una cuestión endiabladamente difícil.

-Eso creo yo -dijo Robert-. Incluso cuando no se trata más que de unas miserables trenzas. El señor Bockel, por ejemplo, cuando anda calculando por qué se tarda no sé cuántas horas hasta que no sé cuántos panaderos han hecho no sé cuántas de sus eternas trenzas... le ataca a uno los nervios, y desde luego no es tan emocionante como tus espectáculos.

-Creo que eres injusto con él. Tu señor Bockel tiene que pasarse el día peleando con vuestros deberes, y no puede dar saltos de una piedra a otra como nosotros, sin plan de estudios, simplemente a capricho. El pobre me da verdadera pena. Además, creo que se ha ido a casa, a corregir cuadernos.

 

 

Robert bajó la vista hacia la calle. De hecho, allá abajo todo estaba tranquilo y vacío.

-Algunos de nosotros -dijo el viejo maestro-, se lo ponen aún más difícil que vuestro Bockel. Por ejemplo, a uno de mis colegas mayores, el famoso Lord Russell, de Inglaterra, se le metió en la cabeza demostrar que 1 + 1=2. Aquí en esta hoja llevo escrito cómo lo hizo:

 

 

-¡Brrr! -dijo Robert estremeciéndose-. ¡Es espantoso! ¿Para qué todo eso? Hasta yo sé que 1 + 1 = 2.

-Sí, también para Lord Russell estaba claro, pero quería saberlo con exactitud. Ya ves adónde puede llevar todo esto.

»Por lo demás, hay un montón de problemas que parecen casi tan sencillos como 1 + 1 = 2, y sin embargo es horriblemente difícil resolverlos. Por ejemplo, una gira. Imagina que viajas a América y allí tienes veinticinco conocidos. Cada uno de ellos vive en una ciudad distinta, y tú quieres visitarlos a todos. Ahora coges el mapa y piensas en cuál es la mejor manera. Los menos kilómetros posibles, para que no necesites tanto tiempo y tanta gasolina para el coche. ¿Cuál es la ruta más corta? ¿Cómo podrás encontrarla?

»Suena sencillo, ¿no? Pero te puedo asegurar que muchos se han roto la cabeza con ese problema. Los más astutos diablos de los números han intentado abrir esa nuez, pero nadie lo ha conseguido del todo.

¿Cómo es posible? -se asombró Robert-. ¡No puede ser tan difícil! Pensaré en cuántas posibilidades hay. Las dibujaré en mi mapa y luego calcularé cuál es la más corta.

-Sí -dijo el anciano-. Por así decirlo, te harás una red con veinticinco nudos.

-Naturalmente, si quiero visitar a dos amigos, sólo hay una ruta, de A a B:

 

 

-Dos. También podrías viajar a la inversa, de B a A.

-El resultado es el mismo -dijo Robert.

-¿Y si son tres amigos?

-Entonces ya hay seis posibilidades:

 

 

»Por lo demás, todas esas rutas son igual de lar-gas. Pero con cuatro empieza ya el tormento de la duda:

 

 

-Sí -dijo Robert-, pero no me apetece contar todas esas rutas.

-Son exactamente veinticuatro -dijo el diablo de los números-. Me temo que pasa más o menos como con el orden de los asientos de vuestra clase. Ya sabes el jaleo que hubo con Albert, Bettina, Charlie y los otros porque había tantas posibilidades distintas de sentarse en los bancos.

¡Un caso claro! -Robert sabía cómo resolverlo-. Con tres alumnos, ¡tres pum!; con cuatro alumnos, ¡cuatro pum!, etc.

-Exactamente igual que en tu gira.

-¿Dónde está entonces el problema irresoluble? Sólo tengo que calcular cuántas rutas hay, y escoger entre ellas la más corta.

-¡Já! -gritó el anciano-. ¡Si fuera tan fácil! Pero con 25 amigos tienes ya ¡25 pum! posibilidades, y ésa es una cifra espantosamente grande. Más o menos

 

 

»Es imposible probarlas todas para saber cuál es la más corta. Incluso utilizando el mayor de los ordenadores, jamás llegarías al final.

-O sea, en una palabra, que no funciona.

-Eso depende mucho. Llevamos mucho tiempo rompiéndonos el cráneo sobre este asunto. Los más astutos diablos de los números lo han intentado con todos los trucos posibles, y han llegado a la conclusión de que a veces funciona y a veces no.

-Lástima -dijo Robert-. Si sólo funciona a veces, es medio asunto.

-Y lo que es peor, ni siquiera podemos demostrar definitivamente que no hay ninguna solución perfecta. Porque eso ya sería algo. Entonces no tendríamos que seguir buscando. Por lo menos habríamos probado que no hay prueba, y al fin y al cabo eso también sería una prueba.

-Mmm -dijo Robert-. Así que a veces también los diablos de los números fallan. Eso me tranquiliza. Ya creía que podíais hacer tanta magia como quisierais.

-Eso es solamente lo que parece. ¡Qué te crees, muchas veces me he quedado sin cruzar el río! En esas ocasiones, bastante me he tenido que alegrar de volver con los zapatos secos a la vieja orilla segura. Sabe Dios que no quiero decir que yo sea el más grande. Pero a los más grandes diablos de los números, quizá aún conozcas a algunos de ellos, les ocurre lo mismo. Eso sólo significa que las Matemáticas nunca están acabadas. Hay que decir que por suerte. Siempre queda algo por hacer, querido Robert. Y por eso ahora tienes que disculparme. Mañana temprano tengo que emplear-me a fondo en el algoritmo simple para superficies politópicas...

-¿El qué? -preguntó Robert.

-La mejor forma de desenmarañar una madeja. Para eso tengo que haber dormido bien. Me voy a la cama. ¡Buenas noches!

El diablo de los números había desaparecido. El columpio en que había estado sentado se mecía aún con suavidad. ¿Qué sería eso de un polítopo? Da igual, pensó Robert. En cualquier caso, ya no tengo por qué temer al señor Bockel. Cuando es-té tras de mí, seguro que el diablo de los números me saca del apuro.

Era una noche cálida, y era agradable sestear en la azotea ajardinada. Robert se columpió y se columpió, y no pensó en nada más hasta entrada la mañana.